Lácydes Moreno Blanco se ha enfocado
en que la comida es también cultura de un país.
8:36 p.m. | 11 de julio de 2014

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
Moreno
dejó para él una mínima parte de los innumerables libros de cocina que acopió
en sus viajes.
Escuchar a Lácydes Moreno Blanco,
cocinero cartagenero, exdiplomático en Cuba, Haití y Japón, conocedor de
culturas, periodista, lector, inquieto autor de libros sobre la cocina de la
patria, es navegar por un océano infinito de ideas, historias de hace casi cien
años, viajes, imágenes.
“Navegar” e “infinito”, dos palabras
que usa con reiteración. El vaivén del oleaje de su memoria es el de una voz de
costeño añoso, rítmica, juguetona con las palabras. Una voz que se sitúa entre
la calidez del fogón (“palabra que me gusta mucho”) y el sepia del álbum de
unas fotos de lugares que hace tiempo dejaron de existir.
Noventa y cuatro años tiene. Nació en
Burdeos (Francia), pero nunca fue otra cosa que colombiano. Es inevitable
pensar en Marcel Proust cuando se le oye saborear la narración de su propia
historia.
“¡Zulmaaa! Abre un poquito la puerta
pa’ que ventile y dales un cafecito a los señores. ¿No está todavía? Bueno.
–luego se vuelve hacia nosotros y dice–: Te felicito que estés interesado por
eso. Yo he tenido varias experiencias”.El reloj de la sala da las doce.
“Hubo un famoso general, Lácides
Segovia, senador, jefe conservador en Bolívar, medio emparentado con mi padre,
Benjamín J. Moreno, que era periodista. Mi abuelo por parte de madre, el doctor
Antonio Regino Blanco, un médico eminente, brillante intelectualmente, senador
de la República, se vino a Bogotá en el año 18 y en una semana murió la
familia, por la epidemia que hubo ese año. La única que quedó viva fue Soledad
Blanco, la que sería mi madre.
“Entonces, el general Segovia le dijo
a mi padre: ‘Usted se va a Bogotá y se casa inmediatamente, porque Soledad se
quedó sola’. Vino, se casaron, casi muriéndose ella ahí, en la pensión donde
vivían, y a la semana le dijo: ‘Yo voy a llevar a Soledad para Girardot’. ‘No’,
le dijeron los médicos, se le muere en el camino. ‘De todas maneras se va a
morir’.
Pues ella le sobrevivió a él.
“Entonces mi padre quiso, en memoria
del general, que su primer hijo varón, que fui yo, se llamara Lácydes. Pasando
el tiempo, descubrí que Lácydes, con ‘y’ griega, había sido un famoso griego.
Era hijo de un filósofo y murió de tomar vino (carcajada)”.
Tiene usted un antecedente célebre
ahí…
Me pareció simpática la cosa.
* * *
Le digo que quiero entrevistarlo
porque las nuevas generaciones no saben lo que ha hecho. Y hoy el tema
gastronómico está en todas partes, pero cuando él y otras personas comenzaron a
hablar de cocina, gastronomía, comida, era un tema casi de élite, muy
desconocido.
“Yo fui resultado de mi ciudad. Soy
de Cartagena, mis padres eran cartageneros. Entonces se cumplía a horas fijas
el rito, porque la cocina es rito también, de sentarse uno a la mesa a las
siete, siete y pico de la mañana, el desayuno. ‘Buenos días, padre’. Al
mediodía, religiosamente, doce y media, una, el almuerzo, con sopa, con
pescado, con lo que fuera. Entonces, el concepto del gusto nace en el hogar”.
* * *
Memoria privilegiada. Da pinceladas
con lo importante, con lo que se necesita para pintar una situación, como el
que condimenta una vianda con los ingredientes más sabios.
Su voz desgaja gustosamente
recuerdos.
“Y tú navegas con esos gustos, con
esas vivencias de las papilas. Había una cosa curiosa en el hogar cartagenero,
que eran las cocineras negras. Había en casa una señora llamada Cesaria, que
tenía tres o cuatro hijos: mis compañeritos de juego.
“Yo veía ese mundo en la cocina desde
mi hogar. Para mí, en ese momento, la cocina tuvo una trascendencia, pero le
combatían a uno la afición a la cocina. Le decían que todo el que se metía en
ella era un ‘josefino’, un maricón. Y como a mí me han impresionado siempre las
mujeres, pues nada de eso. Pasado el tiempo nos vinimos para Bogotá, en el año
42, porque mi padre era colaborador de El Siglo.
“Entonces comencé a descubrir otra
dimensión de la cocina, que era el mundo de los restaurantes, en Bogotá, e
inicié mis estudios de Filosofía y Letras, que era lo que a mí me gustaba. En
eso me nombraron para la Corte Suprema de Justicia como asistente del doctor
Fulgencio Lequerica Vélez, que fue para mí como un padre espiritual. Estuve con
él como dos años y a él lo designaron ministro de la Embajada en Cuba, y él
pidió al gobierno que quería llevarme. Ahí comencé mi carrera. Proseguí mis
estudios en la Universidad de La Habana, como asistente, porque nosotros
trabajábamos por la mañana, en la tarde tomaba mis cursos de literatura
italiana, filosofía… Y estuve en el servicio exterior –detesto la palabra
diplomático– casi 38 años.
“En La Habana descubrí que, como
buenos españoles, a los hombres les gustaba cocinar y hacían las paellas.
Entonces ya comenzó en ese momento mi afición, aplicándome a la cocina con más
énfasis, con más entusiasmo, y al mismo tiempo la lectura de libros de cocina.
Y fui descubriendo entonces una cosa para mí extraordinaria, que la cocina no
es comer solamente.
“Hay dos formas de comer, sin las que
el hombre no existiría. Las dos formas de comer son la mesa y la cama. Para mí
descubrir esto fue el nacimiento de una saga espiritual que todavía no he
podido concluir, porque me he pasado más de 50 años y no sé de cocina. ¿Por
qué? Porque es una cosa infinita”.
¿Qué fue lo primero que intentó
preparar y cómo le quedó?
Lo primero que yo hice fue lo
siguiente: las cocinas –en tiempos de la negra Cesaria– eran de carbón. La
estufa tenía su hornila y debajo había un hueco donde caían cenizas. Esta negra
pelaba su plátano verde y lo metía allí para que se cocinara dentro de ese
fuego. Al mediodía hacía un tazón de café con leche, un tajo de queso y ese era
su almuerzo: café, queso y su plátano verde. Se suscitó una discusión en la
mesa familiar porque ese día los plátanos habían quedado mal.
Entonces yo, en una de esas locuras,
le dije: “Papá, yo te voy a hacer un plátano”. Y se echaron a reír. Al día
siguiente qué hice: copiar a Cesaria. Pelé un plátano y lo metí. Cuando le
llevaron el plátano, no creía que yo lo había cocinado. Fue la primera cosa que
hice.
¿Por qué considera la cocina una
“cosa infinita”?
Ahora han inventado la comida fusión,
la cocina con fusión. ¡Si todas las cocinas del mundo son fusión! Qué haríamos
nosotros sin la cocina criolla, que está hecha de qué: de elementos
encontrados, de vivencias y culturas encontradas, de conceptos y sabores
encontrados, de productos encontrados: con lo español, con lo africano, con lo
nativo, con lo muisca. Entonces, fíjate el encanto que tiene la cocina y por
qué para mí es un mundo infinito.
¿Cuándo se definió usted por la
cocina? ¿Cuándo dijo: esto es lo que quiero hacer y no más?
Antes de la cocina fui periodista.
Comencé mi carrera periodística con Eduardo Lemaitre, que tenía el periódico El
Fígaro, en Cartagena. Me llegó a nombrar hasta jefe de redacción del periódico.
Yo tenía 18 - 20 años. Entonces tuve dos grandes amigos, que eran Tito de
Zubiría y Enrique Grau. Grau hacía las ilustraciones del periódico. Con Tito,
que había tenido ya su tragedia en Estados Unidos, en la que quedó inválido,
sacamos la página ‘Lunes literario’. Entonces, cuando me vine para Bogotá,
seguí colaborando en El Siglo. Me gustaba mucho la historia.
Me contaba que en Bogotá descubrió el
mundo de los restaurantes.
En aquel entonces conseguir aquí en
Bogotá un pedacito de pescado de mar era imposible. Había un señor Jaramillo
(la tradicional Pesquera Jaramillo), frente a la telefónica, a donde todos los
cartageneros iban a comprar el pescado. Aquí se conocía un poco el capitán y
otros pescaditos de río, pero no los del mar. Con el paso de los años, a mi
padre lo nombraron intendente de las islas de San Andrés y Providencia, cuando
el conflicto con el Perú. Entonces mamá nos embarcaba en goletas, embarcaciones
sin motor, que duraban tres o cuatro días, cuando había viento favorable.
Y llegué a San Andrés, y conocí una
de las islas más prodigiosas del Caribe. Recuerdo aquellas nasas que sacaban
por la mañana los sanandresanos, con las langostas, con los pescados y los
cangrejos. Se comían unos pescados excelentes.
¿Cuánto duraron en San Andrés?
Pasó lo siguiente: mi padre estuvo
casi dos años de intendente. Se enamoró allá y allá se quedó (carcajada). Es
que eran unas islas paradisiacas. El mar era tan lúcido que se echaba una
monedita y se veía cuando caía allá a la profundidad.
¿Cuál es su concepto de la cocina?
Tengo un concepto muy especial. Por
un lado, que la cocina esencialmente es cultura. Y me gusta el término cocina,
como me gusta el término fogón, el término olla. La tal gastronomía es una
palabra que detesto porque tiene una connotación diferente.
A mí me gusta entonces hablar de
cocina. Y la cocina desde un punto de vista de cultura. Me parece que fue
Ortega y Gasset quien dijo que “cultura es lo que queda después de haber
olvidado todo”. Tú sabes por qué usamos cuchillo y tenedor, y lo usamos bien,
pero cómo nació, no lo sabemos.
Todo ese mundo es lo que a mí me ha
apasionado
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